15.6.09

Siete Mares

Seven Seas se puso de pie en la penumbra para hacer café.
La aurora esta calentando la hornilla del horizonte
y las nubes se esponjaban como hogazas. Orientado

por el calor de la candente rosa de hierro, deslizó lo base del cazo
hacia la hornilla para anclarlo en ella. El cazo vacilaba
por el peso de agua, luego se asentó.

Su tetera hacía agua. Buscó a tientas su silla de hojalata
y se sentó cerca del recipiente para oírlo cuando bobollara.
Iba a ser un hervor, no el pito del nostramo,

el que le avisaría que el agua estaba lista. Oyó el gañido
mañanero del perro bajo los tablones de la casa,
pegando con la cola a ellos para que le abriera, pero él sentía envidia

de las piraguas, a millas en la mar alta. Luego oyó la primera brisa
fregando la loza del almendro marino. Ayer noche
había habido luna llena, blanca como su plato. La vio con los oídos.

Entraba en calor con los techos a medida que el sol subía.
Desde que la enfermedad le había obliterado la visión,
cuando el ocaso le estrechó la mano a la mar por última vez,

una tiniebla interior cundió donde la luna y el sol
se mudaban vaporosos, marchaba guiado por un sexto sentido,
como la luna sin minutero y sin horario,

fregada y limpia como el plato que ahora comenzaba a enjuagar
mientras herbía la cacerola; la cegera no era el final.
No era el cuadrante de una palmera en la arena del mediodía.

Podía sentir la luz del sol encaramándose a sus muñecas.
La luz caminaba como un gato por la estacada
de una calle de arena, la sentía en su patio abriendo

como puños los frutos del árbol del pan, correr por las barandas
del corto puente de hierro como por un arpa, el bastón
a la carrera cabrilleando con el río; vio la laguna

detrás de la iglesia y, en ella, hundida como una palangana,
la imágen esmaltada de la luna llena, que se tornaba de orín.
Atenuó hasta el ocaso la hornilla bajo el caldero.

El perro arañaba la puerta de la cocina para que le habriera,
pero Seven Seas lo hizo esperar. Tamborileó sobre la mesa de la cocina
con los dedos. Dos mirlos reñían durante el desayuno.

Dejando a parte una mano, se sentaba inmóvil como el mármol,
con los ojos blancos como una clara de huevo, detallando con los dedos
el pasado de otra mar, medida a golpes de remo.

Oh, abre este día, Omeros, con el lamento de la trompa de caracol,
como lo hiciste en mi infancia, cuando yo era un nombre
exhalado con ternura del paladar del alba.

Un lagarto sobre el dique disparó la flecha de su pregunta
a la mar que se despertaba, y una red de dorado musgo
iluminó el arrecife que las velas de las lejanas canoas

evitaban. Solo en ti, a lo largo de los siglos
del atlas del pergamino de la mar, puedo asir el ruido
del hilero de olas vagando como el vellón bamboleante

del rebaño del faro, ese Cíclope de ojo ciego
excluido de la luz del sol. Luego las canoas eran galeras
sobre las que un rabihorcado vaiveneaba la lenta sierra de sus alas falcadas.

En ti, las semillas de los grises almendros concibieron su arbórea forma
y las pámpanas se oxidaron como islas aserradas.
Y el faro ciego, presintiendo al borde de un promontorio,

se detuvo, como un gigante con una nube de mármol entre las manos,
para lanzar al agua su peñasco, salpicando estrellas de fósforo,
luego, un pescador negro, de crecida barba,

áspera como un seco erizo de mar, izó la vela del saco de harina
en un palo de bambú, escandiendo el verso inaugural
de nuestro horizonte épico, hasta ahora puedo mirar hacia atrás,

hasta escollos que ven sus propios pies cuando la luz cubre las olas
con su red, mientras las piraguas zarpan con capitanes de ébano,
porque era tu luz la que estremecía nuestros soleados muelles

donde ociosas goletas cabeceaban, amarradas a los fríos cabestrantes.
Una ráfaga vuelve las páginas del puerto hasta la voz
que tarareaba en el cáliz de la garganta de una muchacha:"Omeros."



. ....................................................................................................... Derek Walcott

.................................................................................................................... Omeros

2 comentarios:

Catali dijo...

"Ésta era la luz en que Aquiles era más dichoso./ Cuando dejaban, antes de que sus manos asieran las bordas,/ que la anchura del mar los penetrara, sintiendo que su jornada comenzaba."
Walcott, Omeros.

Unknown dijo...

El peor crimen es dejar a un hombre con las manos vacías./ Los hombres nacieron creadores, con ese candor originario/ de cada creador desde Adán. Eso es prehistoria:/

ese picante instinto en la entrelazada/ red de las palmas de sus manos, su cestería./ No podían permanecer ociosos mucho tiempo.

Walcott, Omeros.