5.9.08

Surf en Somo


Ya ha pasado una semana desde que volvimos del Cantábrico y nada me gustaría más que volver de nuevo allí. El recuerdo de la playa de Somo repleta de surfistas, sentados sobre sus tablas, mirando el mar a la espera de una buena ola, es algo ya imborrable, pero en cuanto podamos, volveremos a repetirlo, pues fueron unos días absolutamente geniales.

Por la mañana nos levantábamos prontito y asomábamos la cabeza fuera de nuestras tiendas, somñolientos y despeinados (especialmente Nacho). Un buen café, unas magdalenas y algunas tostadas terminaban de despertarnos y poco después ya estábamos preparando las cosas para ir a la Escuela Cántabra de Surf, donde Blanca y yo nos habíamos apuntado a un cursillo, Nacho, tras hacerlo un par de veces, este año iba por libre, aunque más tarde nos lo encontrábamos en el mar intentando infiltrarse entre los alumnos como si tal cosa...

Por la tarde Nacho y Blanca se quedaban en el camping Latas o iban a dar una vuelta, yo cogía de nuevo la taba y bajaba a la playa para continuar siendo vapuleado por las olas. Al menos los cuatro primeros días, porque el quinto estaba tan cansado que, muy a pesar mío, ya no pude volver por la tarde, y al sexto día el agotamiento era absoluto, cuando remaba sobre la tabla creía que los brazos se me iban a desencajar de los hombros. Así que, cuando conseguía sobrepasar la zona de espumas, donde rompen las olas una tras otra, empujándote, arrastrándote, empeñadas en no dejarte entrar más allá... una vez sobrepasada esta zona, decía, y alcanzado el pico, o al menos cerca de él, me dedicaba a descansar un buen rato, sentado sobre la tabla, mirando a la gente que sabe y meciéndome por las grandes olas que pasaban bajo mi.

A la escuela íbamos en coche, pero por la tarde podías dirigirte directamente a pie a la playa, acortando por un fantástico camino que primero discurría bajo un pequeño bosque de eucaliptos y pinos, enmarañado de moreras, para luego aparecer en un arenal surcado por algunas pasarelas de madera que salvaban las dunas para llevarte hasta la playa. La vista desde la pasarela, arriba de la duna, justo antes de descender a la playa, era perfecta para ver el mar desde lo alto y hacerte una idea de cómo estaba el panorama. El tercer y cuarto día daba miedo ver la altura de las olas, algunas muy adentro, con los surfistas posados como diminutos puntos negros que subían y bajaban, lanzándose en el momento adecuado para deslizarse por auténticas paredes de agua de dos o tres metros. Yo, prudentemente, me dirigía a una zona más tranquila y básicamente intentaba no ahogarme.

Al atardecer emprendía el camino de regreso, chorreando, agotado y feliz, cruzando de nuevo el bosque de eucaliptos y sorteando con cuidado las enormes babosas naranjas que salían a pasear a esas horas.

2 comentarios:

juan rafael dijo...

Si, la verdad es que Cantabria vale la pena.

Constante Desplazamiento dijo...

Estar dentro del agua también merece la pena, hasta en el Mediterráneo.