En La Gomera
Hace poco estuve de viaje en las Canarias, varios
realizadores habíamos sido invitados a un proyecto en el cual cada uno realizaría
un vídeo en una de las islas. A mi me tocó La Gomera. Antiguo volcán que
alberga en su interior el milenario Parque Nacional de Garajonay.
Cuando te internas en el bosque de Garajonay tienes la
sensación de cruzar un túnel del tiempo, retrocediendo a épocas prehistóricas,
esperando que surja alguna fabulosa criatura del pleistoceno por entre los
árboles… pero nada ocurre, el silencio es abrumador, casi no hay animales, se
trata más bien un complejo reino vegetal, cubierto de miles de líquenes y
musgos, donde los pocos sonidos que se escuchan son las gotas de agua, el
viento y el ocasional aleteo y pío de las palomas. Las hojas muertas cubren el
suelo completamente, las copas de los árboles forman un techo abovedado, los
musgos se extienden por los troncos, ramas, rocas… todo es suave y mullido. Y
cuando desciende la niebla, el bosque se vuelve blanco y fantasmagórico, tus
pisadas y tu respiración parecen resonar como en una catedral abandonada.
Una vez fuera del bosque, recorres una isla volcánica
terriblemente accidentada, saltado de valle en valle por el tedioso sistema de subir
al antiguo cráter, circunvalarlo unos kilómetros y volver a bajar al siguiente
valle. Valles abruptos, profundas cicatrices de verticales laderas quebradas
por las erupciones, erosionadas por el agua y talladas por el hombre un
precario intento de cultivo en terrazas, que se extienden como interminables
escaleras hasta donde abarca la mirada.
La morfología volcánica marca especialmente una accidentada
costa. Paredes surcadas por marcados estratos que, en ocasiones, se levantan
como auténticos muros imposibles, cruzando en línea recta las montañas hacia
ninguna parte. Acantilados de basalto cristalizado tras la erupción, enormes
rocas incrustadas, resquebrajadas, amontonadas más abajo tras algún desprendimiento…
La isla entera parece por momentos estar desmoronándose sobre si misma a cámara
lenta.
Sí, la isla me ha impresionado por su belleza natural y por la historia milenaria que la impregna, pero aún impresiona más imaginar la dureza que debió suponer para los gomeros subsistir en ella. Cultivarla para obtener alimento, recorrerla para comerciar… no solo estaban aislados por su condición de isla, si no que incluso en la propia isla sufrían un fuerte aislamiento entre las distintas zonas, provocado por la abrupta orografía. Sus montañas están surcadas una intrincada red de senderos, por los que caminaban durante horas llevando a cuestas, tal vez pescado o vasijas, para intercambiarlo por fruta o verdura en otro extremo de la isla.
La isla es dura y la emigración ha sido enorme, se marchaban
a trabajar a Venezuela, a Cuba, a Uruguay… y tardaban años en regresar, o nunca
lo hacían, dejando muchas veces familias atrás. Y los que se quedaban no lo
tenían fácil tampoco, muchos trabajaban en régimen de semiesclavitud para grandes
caciques. Vidas muy humildes trabajando de sol a sol por casi nada.
Mientras grababa conocí a algunas personas que nos contaban
historias. Como A.J. “duro como una piedra” según sus propias palabras, “yo
también soy un extravagante –decía- he bebido toda la vida como un cosaco”. Pero
se emocionaba con el recuerdo de los nombres que le mencionaba nuestro guía
local, conocidos comunes que hacían aflorar viejos recuerdos. Muchos de ellos
seguramente tristes, en un momento dado nos dijo, refiriéndose a la dureza de
su vida: “ay! mi hermano y yo… nunca deberíamos haber nacido!”
1 comentario:
Qué bonito, Juan! Ha sido como ir de viaje a la Gomera a través de tu mirada...
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