Estas Navidades han traído un visitante inesperado al
jardín, un pequeño erizo que no sabemos muy bien de dónde ha salido… ¿del monte?
¿ha entrado en el pueblo y luego se ha colado en el jardín? ¿ha cavado un largo y oscuro túnel? El caso es que corretea
por el jardín muy ufano mordisqueando caracoles, se tumba al sol y se hace
una bola de pinchos cuando nos acercamos demasiado. ¡Muy simpático! Me recuerda
a “la ardilla más simpática del mundo” que se alojó en los pinos del jardín
durante muchos meses, llenando de bellotas cualquier rendija o
agujero que considerase digno de ser un escondrijo secreto.

Después de observar al erizo, otras de mis ocupaciones es
subir leña al ático, donde no llega la calefacción de la casa, pero donde tenemos una
estupenda estufa de hierro alimentada con troncos, piñas y cáscaras de
almendra. El último invento ha sido “ayudar” a encender el fuego con un
chorrito de alcohol. Entusiasmado con el efecto de tan tramposo recurso, no se
me ha ocurrido otra cosa que echar un buen chorro con el fuego ya encendido… ¡para animar la cosa! Pero me he acercado demasiado, el fuego ha trepado por el
chorro, ha entrado en la botella, y ha explotado entre mis manos con gran
estrépito. Fuego en la manga, fuego en el pelo, fuego en el suelo, en fin, un
desastre! Tras comprobar que no me había quedado ciego y apagar apresuradamente
las llamas de la cabeza y las mangas del jersey, he apagado el suelo, la
botella y evaluado los daños en el espejo, aparte del olor creo que no se
nota demasiado…